Sexta Parte
VI
Ahora no piensa en nada más que el mar. De aquella vez que se encontró en la punta del acantilado mirando una vez más para abajo y lo único que veía era la muerte plasmada, explicada en la gigantes piedras que hacían a las olas reventar con explotante agresividad en su rejurgitante movimiento y al sentir sus huesos triturados por el violento sonido del agua salada rompiendo contra las rocas al final de ese risco azul, cerró los ojos y observó nitidamente a los personajes recurrentes de las fantasias oníricas que el hígado produce como ocre bilis cuando con él se sueña. Memorias saladas de un pasado que nunca sucedió y personas que nunca existieron, pero que siempre estuvieron ahí. El olor de la piel de esos seres impunes, invisibles e invencibles le provocaba nauseas y ternura a la vez. Crecía en su exterior una necesidad eterna de hablarles, de explicarles y despedirse propiamente y para siempre. Los sentía más no podía refugiarse en ellos. Era como si estuvieran en el mismo espacio y pero en la dimensión más cercana y así sentía inminentemente imposible el encuentro. Entonces lo supo: que abriría una puerta hacia ellos si caía esos trescientos cincuenta y siete metros al vacío. Pero una imperiosa comezón en la planta del pie derecho le hizo retroceder un paso. Uno solo.
Y entonces abrió los párpados para entererase que ya no tenía ojos.
Todos los había llorado.