Epifania No. 12
La relación que llevo con mi terruño es lo suficientemente ambivalente como para llegar a decir que es de amor-odio, muy agridulce si lo quiere ver en una nota más amable. Hasta antes de salir a vivir a lugares extraños y crecer los años que ahora disfruto, me parecía una gran ciudad con la suficiente escena cultural y gastronómica como para ser amablemente disfrutada y aprender todo lo que había que aprenderle al mundo. Si sabré yo que es una ciudad por demás caminable, podía recorrer sus calles y avenidas, sintiendo el corazón lleno de ese amor amarillo que me envuelve en una felicidad grande y plena, y sintiendo sólo a veces temor de transeuntes que no sabes si se te quedan viendo por el jugoso bulto que llevabas por mochila o por lo ridículo de tu vestimenta. Pero siempre, y esto es desde que tengo memoria de individuo independiente, es decir desde que ya no era una curiosita niña que salía a caminar tomada de la mano de su mamá, recuerdo perfecto las miradas de reojo de las personas o las directas barridas (obvias miradas que te escanean de arriba para abajo y de regreso con cierta expresión de desagrado en el rostro) que hacían sentir incomodidad al salir a la calle entre extraños, reitero, es muy posible que fuera por mi no tan convencional preferencia de atuendo y muy probablemente porque no encajo dentro de los estandares de belleza tapatios; existieron también los casos extremos en que, dejaba accesible el asiento del compañero en el autobus por dos razones: me encanta viajar de lado de la ventana y no le veo caso tapar el asiento para que nadie más se sentara, no es amable, ni cívico, y eso de interponerse es práctica que sigue en uso entre los tapatios… entonces, aún dejando asequible ese asiento, la gente lo ignoraba e iba a sentarse a otro lado o incluso preferían quedarse parados, llegué a pensar que se me había olvidado ponerme desodorante ese día y olía mal, pero no, un simple chequeo discreto: la nariz debajo del brazo me decía que no se me había olvidado nada esa mañana y todo estaba en orden. Todas estas actitudes, entre otros detalles, mermaron mi autoestima unos pocos años hasta que decidí no darle tanta importancia, la ciudad aún así me gustaba, porque podía caminarla con audifonos y lentes oscuros, la máscara ideal para ignorar a ese tipo de personas y eso, muy dentro de mí me hacía feliz.